lunes, 18 de febrero de 2008

¡Ah, la yapa!






























Perú III: de costa a costa

No vamos a comenzar esta nueva entrada, otra vez, con una disculpa por las demoras en las actualizaciones… ustedes y nosotros sabemos que hemos tardado mucho en subir novedades. Ustedes y nosotros sabemos que esto se está volviendo costumbre…
En la pasada entrega de esta saga irregular, inestable e irrisoria, habíamos quedado en nuestros últimos días camanejos… Pues bien, terminó la larga estadía en la costa arequipeña, que supuso unos veinte días de nuestro viaje. Camaná se introdujo con desparpajo en el selecto grupo de los “paraísos del viajero”, una categoría que vamos nutriendo poco a poco, y de la que hablaremos con mayor profundidad cuando llegue el momento de hacer balances...
Lo cierto es que dejamos Camaná con algo de pena y mucho de pereza, ante la sola idea de volver a los paisajes serranos. - ¡Qué garrón, tenemos que ir a Machu Picchu!- era la expresión de nuestra positiva actitud de viaje. – Ninguna gana, loco- decía uno. – No da, no da… - se quejaba otra.
Previo paso por Arequipa, nuevamente, y desembolso de la suma correspondiente al pago de prórroga permitiéndonos estar otros treinta días en Perú, seguimos viaje rumbo a Cusco, la antigua capital del imperio incaico.
Del viaje sólo les contaremos que se rompió el micro; que estuvimos parados en la ruta unas cuatro horas; que pararon a un micro de la misma empresa que volvía a Arequipa desde Cusco, haciendo bajar a sus pasajeros; que nos hicieron cambiar de micro; que los pasajeros desalojados no parecían muy contentos con la idea; que amenazaron con quemar nuestro autobús, con todos nosotros dentro; que eran las dos de la mañana y todo parecía el efecto de algún narcótico fuerte; que tan pronto como llegó un tercer micro, el pasaje amotinado se esfumó mágicamente, siguiendo nosotros nuestra apacible ruta… Como diría un colombiano algo extraño que conocimos en este viaje (y que es uno de los integrantes del grupo de los “Místicos”, categoría de personajes que estamos preparando para futuras entregas): “Los cholitos, cuando se enojan…” (y aquí movería su mano derecha, con los dedos flojos, como tocando una guitarra imaginaria, al tiempo que resoplaría, como si estuviese silbando, pero sin silbar).

Bueno, basta de cháchara. Llegamos por fin a Cusco, y las expresiones de fastidio o fiaca pesimista, trocaron en manifestaciones de jolgoriosa admiración: - Uh, chabón, este lugar está buenísimo- decía uno. – Sí da, sí da… - repetía otra.

Cusco es una de las ciudades más lindas que hemos conocido hasta ahora, en este viaje. Un lugar donde conviven mágicamente el espíritu incaico y la fuerte presencia de la colonización española. Testimonio social y arquitectónico de uno de los episodios más dramáticos e interesantes de la historia de nuestro continente: monasterios dominicos construidos sobre las ruinas de templos incaicos; catedrales y edificios públicos hechos con las piedras y los cimientos de las construcciones prehispánicas; expresiones del renacimiento del orgullo indígena, en una ciudad de apariencia castiza…





Y las vistas. Las vistas de Cusco tienen el poder de cerrarle a uno la boca, y hacerlo contemplar en silencio durante un rato… Sobretodo si se tiene la suerte de encontrar un hospedaje como el “San Cristóbal”, subiendo – con cuidado- por la calle Resbalosa, y desde el que se pueden ver todos los tejados de la ciudad, y también su hermosa Plaza de Armas. Encima, Miguel, como buen anfitrión, te recibe con un apropiado mate de coca, ideal para contrarrestar los efectos de la altura, a los que, uno que viene de Camaná, se había desacostumbrado. En Cusco nos reencontramos con Gonzalo y Jessica, que nos llevaron a conocer las callejuelas de la ciudad, la piedra de doce ángulos y unos cargados y peligrosísimos sánguches callejeros (sí, sí, lo sabemos, lo sabemos…), que arremetimos con una furia de niveles insospechados (como podrán ver en la Yapa del día de hoy).




Para tener una cuota de exotismo, nos acercamos a un bar en el que se fuma Shisha (si es que se escribe así… si hay algún turco en la sala, por favor, nos desasna en este punto), donde nos deleitamos con un tabaco frutal de lo más chufi.
Pero nuestra visita a Cusco, si bien habría tenido sentido y hubiese sido satisfactoria en sí misma, aconteció como escala y paso previo a la visita a Machu Picchu… Somos viajeros humildes, todos lo saben, y más vale dados a la tacañería, pueden imaginarlo; por eso, y por los elevados precios de otras opciones, decidimos llegar a Machu Picchu por el camino alternativo: nos tomamos un micrito hasta Santa María, de ahí otro hasta la Hidroeléctrica, y de ahí caminamos dos horas por la vía del tren (en horario sin trenes, tranquilos), para llegar con la caída de la noche a Aguas Calientes, la población a los pies del cerro de Machu Picchu, y en la que obligadamente se compran las entradas al parque, y se hace noche para subir al cerro a primera hora de la mañana.




En esta suerte de peregrinación, saliendo nomás de Cusco, conocimos a tres muchachas chilenas – Javiera, Caro y Mich… no Buchanon, sólo Mich- con quienes aunamos el trayecto, y compartimos éste y, como se verá, otros paseos.







Bueno, la cosa es que llegamos de noche a Aguas Calientes, sacamos las entradas al parque, y buscamos un hotel en el que pasar la noche. Resulta que en la sierra ésta es época de lluvias, y quiso el Destino (así, con mayúscula), que durante toda la noche y hasta las primeras horas del día cayeran del cielo baldazos de agua, que retrasaron nuestro ascenso (previsto para las cuatro y media, en principio), y preanunciaron humedades que habríamos de sufrir horas después… pero no nos adelantemos. Antes de llegar a la parte mojada hay que decir que subimos al parque; que nos encontramos con las ruinas tantas veces vistas en fotos ( y sin embargo nunca imaginadas en su real dimensión); que nos fuimos derechito al Huayna Picchu (el cerro ése más alto que sale en todas las postales de las ruinas… el que viene a ser la nariz del indio que se ve con un poco de imaginación… ¡sí, si ya saben cuál es!); que subimos el Huayna Picchu por sus escaleritas empinadas y algo resbalosas; que llegamos a los más alto y nos quedamos un rato ahí, disfrutando de un paisaje único, de montones de cerros rodeando al cerro del Machu Picchu, del río caudaloso y turbulento que desde ahí arriba parecía un arroyito, de las ruinas por allá abajo, dando vértigo y emoción al mismo tiempo... Después de un rato de descanso y contemplación, bajamos nuevamente a las ruinas, ahora sí, para recorrerlas con tranquilidad y… con lluvia. Acá está la parte mojada: más baldes de agua que el Destino descargó con tino sobre nuestras cabezas y cuerpos. Hubo que esperar con paciencia a que pasara el chaparrón, que pasó, y luego salir de nuevo a caminar las ruinas. Conocimos el Templo del Sol, el Templo del Cóndor, el reloj solar que consultaban los sacerdotes (y uno de los pocos que no destrozaron los colonizadores, seguramente porque no lo conocieron…), la plaza principal, los depósitos, las terrazas de cultivo, y un largo etcétera.
















Debemos dejar aquí asentada una apreciación y una queja: Machu Picchu es un lugar increíble, imposible de estropear por más esfuerzos que hagan… y los hacen: se ha transformado en un gran negocio, y da un poquito de asco que todo sea susceptible de cobro, y que todo cobro se realice en dólares, y que no haya un servicio adecuado a tales cobros (como una correcta señalización; como folletería o material de lectura informativa adecuado, etcétera). Un poco rompe el encanto del lugar aunque, es cierto, el lugar no necesita de nada externo para preservar su encanto natural.
Bajamos, finalmente, del cerro, con la ropa empapada y el corazón contento. Secamos la ropa en el horno de barro de un restaurante amigo, y al día siguiente estuvimos listos para marcharnos de Aguas Calientes por el mismo camino por el que habíamos llegado.
Pasamos un día más en Cusco, terminando de recorrer la ciudad (en realidad inabarcable en tan poco tiempo), y salimos después con rumbo a Lima, en compañía de nuestras amigas chilenas.
Lima. La gran ciudad. Al más puro estilo Buenos Aires, es el núcleo urbano que concentra la mayor cantidad de gente del Perú. Un lugar un poco intimidante, hay que decirlo.


En Lima nos fuimos derecho a Miraflores. Qué puntería: uno de los lugares más caros de la capital. Recorrimos algo del barrio, muy bonito. Conocimos la playa de cantos rodados. Y nos fuimos al centro, a dos cuadras de la Plaza de Armas, y a una del mercado de Santo Domingo, donde repusimos materiales para seguir trabajando con la joyería de hilo y reponer nuestros malheridos bolsillos de la mística experiencia de Machu Picchu.
Después de reencontrarnos en Lima con la pizza a precios accesibles, partimos raudos y veloces hacia Trujillo y, de sobrepique, a Huanchaco, desde donde les escribimos esta corta cartita.
Huanchaco es un pueblito costero, a diez minutos de Trujillo.



Acá encontramos un hospedaje barato, pero no por eso menos cómodo que otros en los que estuvimos. Somos hinchas del hospedaje “My Friend”, y lo recomendamos a quienes vengan por estos lares. En su terracita amplia y soleada, de la que nos apropiamos a eso de las siete de todas las mañanas, trabajamos como posesos, anudando los refinados artículos que vendemos en la playa después del mediodía.
Acá comienzan los paraísos de los surfers de todo el mundo, y está lleno de ellos por donde se quiera mirar. Algunos de nosotros (en realidad, hasta ahora sólo Maipa) ya tuvieron oportunidad de canjear macramé por clases de surf, y hasta se paró en la tabla como una consumada californiana.
Así están pasando nuestros días, y ya vamos a ir redondeando una despedida, para no aburrirlos más, y para darle un descanso a estos dedos (por otro lado nuestras herramientas de trabajo…).
Los dejamos con la Yapa. Será hasta la próxima (por favor, tengan paciencia).

chau, Camaná


Nos fuímos, nomás.